El fusilado que vive

Las bombas y las balas silbaban en el horizonte.
Yo alcanzaba a ver cómo se freían los buñuelos.

Decir peronismo fantástico es redundante, como lo sería decir agua húmeda o fuego caliente. La verdad número veintiuno […] debería ser la siguiente: el peronismo es fantástico… o no es nada.
Marcelo Figueras, Del peronismo como rama de la literatura fantástica.

Una noche asfixiante de verano,
frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice:
—Hay un fusilado que vive.
No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa,
lejana, erizada de improbabilidades.
No sé por qué pido hablar con ese hombre,
por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga.

Rodolfo Walsh, Operación Masacre.

Salíamos del Normal 1 y nos íbamos para su casa, casi corriendo. Sandra vivía muy cerca, cruzando Plaza Moreno. Era una casona vieja, de techos altos, oscura. Atravesábamos el pasillo riéndonos porque sí, porque éramos libres. Nos sacábamos los guardapolvos y trepábamos a las sillas del comedor para alcanzar la mesa. Su mamá nos recibía maquillada, no usaba chinelas ni delantal. Tiempo después supe que se llamaba Mimí. Ella tocaba el piano o bailaba flamenco, las imágenes se vuelven difusas. Después llegaba el doctor Von Kotsch. En la casa le decían Lolo. Mi papá es abogado, me decía Sandra. Yo sabía que los abogados no andaban en bicicleta ni hacían mandados.

El papá de Sandra traía un portafolio negro cargado de papeles escritos a máquina. Cuando entraba, nos despeinaba o hacía algún chiste sobre Gimnasia. En su escritorio, ubicado detrás de una puerta que daba al pasillo y alcanzaba a verse desde donde estábamos, había talonarios, gomas elásticas y un extraño aparato que hamacaba papel secante sobre hojas recién escritas. A veces lo traíamos a nuestra mesa y lo usábamos sobre los cuadernos. Recuerdo las tapas forradas en papel araña, la regla de madera, la goma de borrar con sus banderas cruzadas, los cartuchos de tinta azul de las lapiceras Parker. Mi dedo mayor todavía es azul.

Cuando llegaba, Lolo von Kotsch besaba a Mimí con un movimiento ondulado que me incomodaba y me hacía cruzar las piernas. Después se encerraba con la gente que lo venía a ver. Recuerdo a un señor que hacía girar una gorra en sus manos mientras lo esperaba.

Al anochecer venían a buscarme. Mi papá fue soldado, le contaba a Sandra. Mi mamá es ucraniana. En el asiento de atrás del Fiat 1100 me acompañaban las novedades de mi hermana, sus figuritas y su suerte envidiable, la voz de radio Colonia. Casi siempre llegábamos dormidas a nuestro barrio en la circunvalación. Mi casa tenía una verja blanca que yo abría para que papá estacionara el Fiat sobre dos hileras de baldosas de cemento. Un mal movimiento y el barro ametrallaba sin piedad camisas y guardapolvos. La plancha y el almidón Colman librando esa guerra cada día. Adentro nos esperaba un aroma a eucaliptus sobre la estufa, mi mamá discutiendo con mi abuela por teléfono en ruso o en ucraniano. Quizás en polaco, nunca supe bien. Después se servía la sopa y el puchero. Mi memoria aún retiene las fuentes de loza, el mantel bordado, las servilletas con nuestras iniciales. Todavía oigo al soldado hablando del puerto y de una mujer que cumplía años el día del bombardeo.

Yo sabía que algún día me iría de La Plata. Viajaría a una vida que no lograba recortar en el desorden de mis ideas. Nunca pude descifrar el final del viaje. Cuando por fin salteaba ese espacio en blanco, me veía descansando en un bosque o una pradera, frente a una brisa triunfal y definitiva. El cine me prestaba la música de la escena. Yo andaba en bicicleta sin rueditas, conocía ese viento en la cara.

Una mañana, en la cola de la panadería, vi a Onganía a través de la cortina de hule que separaba el despacho del comedor de la familia. Vi también su uniforme, su carroza en blanco y negro. Cuando el pan terminó de caer en mi bolsa, dejé mis monedas y me fui.

Una tarde, Mimí la filmó a Sandra arriando la bandera del patio de la escuela. Se escuchaba, a lo lejos, la banda del Regimiento 7. Nunca había visto una filmadora. Ese día vinieron sus hermanos, Eric y Gustavo. Yo no sabía qué decirles cuando me saludaron. Yo no sabía lo que era un hermano. Tampoco sabía lo que era un varón.

Con Sandra nunca hablábamos de nuestros padres. Tampoco de generales, hermanos o filmadoras. Preferíamos dibujar o ganar figuritas. Después ella se mudó y nos vimos menos. Cuando me fui del Normal 1, la cruzaba algunas tardes en el centro. Teníamos poco de qué hablar.

Una noche, sentí una ráfaga de explosiones sordas, un silencio espeso, otra ráfaga. Me acordé de la casa de los Von Kotsch. De la gorra que giraba en las manos de aquel hombre asustado. Unos días después, en el Liceo, un pibe de quinto año me hizo señas para que me alejara, estaba escondido detrás del telón del escenario. Lo buscaban unos celadores y afuera estaba la policía. Cuando volví a clase, la profesora de inglés me mostró una pastilla de cianuro. Unos días después, unos soldados nos hicieron salir del cine de calle 8. Sandra pasaba con su novio por la vereda de enfrente. Me dio vergüenza no tener uno y no la saludé.

***

Hace unos días estuve con ella. Estamos viviendo otra vida, pero su voz es la misma. Hace tiempo que sé que Rodolfo Walsh escribió Operación Masacre gracias al padre de Sandra. El periodista agradece en el prólogo las gestiones del doctor Máximo von Kotsch, abogado de Juan Carlos Livraga, el fusilado al que traicionaron sus ojos. Livraga lo contó cientos de veces: sus párpados temblaron frente a la luz de los reflectores que sostenían sus cazadores. El tiro le destrozó la mandíbula, pero alcanzó a correr cuando los supo lejos. El desmayo sobrevino a pocas cuadras, frente a una guardia policial. Lo metieron en cana para que se muriera de una vez.

Cuando Lolo von Kotsch entró aquel día en la cárcel de Olmos, le hablaron del desgraciado que no terminaba de morirse. Lolo tenía amigos del lado oscuro, policías y guardias jóvenes como él que arruinaban el juego de sus jefes. Cuando entró a la celda y lo saludó, Livraga apenas podía gemir. Lolo le pidió al padre del moribundo el certificado de ingreso al policlínico de San Martín, donde fue llevado por la misma policía. Al otro día fue al juzgado con ese papel. Y Livraga vivió.

Muchas veces me pregunté si Livraga no sería el hombre que giraba su gorra en el pasillo de la casa de Sandra. Su exilio no tiene fechas conocidas. Traté de reconocerlo en las fotos y homenajes, pero el de las imágenes es un hombre bajo y prolijo, el de mis recuerdos está muerto de miedo.

Cuando nos reencontramos, Sandra me recibió en un comedor donde sobrepasábamos sin esfuerzo la altura de la mesa. Llegué a esa cita con algunas vidas encima. Ya sabía lo que era un abogado, una masacre, un hombre aterrorizado. Llegué siendo la hija del soldado que defendió a Perón en el puerto de Ensenada. Llegué sabiendo el nombre de la mujer que lo recibió en su casa cuando arreciaron las balas y las derrotas.

Nunca habíamos hablado de esos temas, o quizás no habíamos hablado de ningún tema. Corríamos, tomábamos la leche, sacábamos punta a nuestros lápices. Teníamos que atender una mancha de tinta, un juego de figuritas, las curvas y contracurvas de una ka o una be mayúscula. Estábamos demasiado ocupadas. El pulso de nuestras manos, la taza de leche cayendo inesperadamente sobre el cuaderno. Lolo llegando, besando a Mimí. La historia se escribía en mí, en ella, en la casona de Plaza Moreno y en la casa de las afueras. Los sucesos estaban en nosotras, éramos nosotras, viviendo.

Lolo murió sin ceremonias, ajeno a su fama en Wikipedia. Me busqué en esa versión cientos de veces, nunca me encontré. El relato de Sandra de esta tarde me parece más fiel: se detiene en los detalles, en las nimiedades del héroe. Mi papá caminaba siempre al lado de Livraga para que no lo fusilaran, me cuenta. Lolo y Mimí recordaron muchas veces una cena en casa de los Livraga. Esa noche, el fusilado le regaló a su defensor una foto dedicada: Gracias Doctor Por Mi Vida. Después, Lolo lo ayudó a irse del país. Regimientos, basurales, soldados, puertos, aviones, balas, guerras, mujeres eslavas huyendo en tercera clase. Todo había pasado en mí, en ella, en nosotras. Sentí mi cuerpo surcado de renglones. La multitud recorriéndome, ocupando cada calle.

Hace unos años volví a verlo, me dice. Para llegar a Livraga, a Lolo salvando a Livraga, caminamos hacia atrás. Curvas y contracurvas. Su casamiento, los hijos, el cáncer inesperado de su marido, aquel novio de calle 8 dejándola sola, muriendo sin demasiadas razones. Pasamos junto al viaje familiar a Rusia en 1976 y llegamos hasta la cárcel que lo esperaba a Lolo ni bien puso un pie en la Argentina. Cuando preguntó por qué, el fusilado regresó a su vida. «Usted hizo caer a Aramburu y Rojas, mire si lo vamos a dejar suelto» fue la respuesta de la gente de Etchecolatz al doctor Máximo von Kotsch, abogado de Juan Carlos Livraga y Miguel Ángel Giunta, sobrevivientes de la masacre del basural.

Cuando viene al país, Livraga se queda en lo de mi hermano Eric, me cuenta Sandra. Livraga cree que Eric es mi papá y Eric cree que Livraga es nuestro viejo. Miran sus fotos y lloran, me dice Sandra y sonríe. Sandra elige la caligrafía de esta tarde. Sandra elige los deberes. Mi papá fue un gran tipo, me dice.

La miro y encuentro esa mirada enfocada, atenta, la misma que cuando cambiaba el cartucho de su lapicera Parker. A nuestras espaldas, un hombre hace girar nerviosamente su gorra. Antes de atenderlo, Lolo besa a Mimí. Alcanzo a verlos sobre mi hombro. El doctor Von Kotsch desaparece con él detrás de la puerta de su escritorio. Quizás sea Livraga, ya no importa. Me fui de La Plata. Viajé a otra vida. Veo, por fin, la escena que me había sido negada.

Notas
Rodolfo Walsh habló por primera vez con Juan Carlos Livraga, sobreviviente de los fusilamientos en los basurales de José León Suárez, en el estudio de su abogado, Máximo von Kotsch, en La Plata. Fue el 20 de diciembre de 1956. El doctor Von Kotsch pudo probar que su defendido estuvo con la policía gracias a la nota que una enfermera del policlínico donde fue atendido había entregado a su padre. El fusilamiento tuvo lugar el 9 de junio de 1956. Juan Carlos Livraga y Miguel Ángel Giunta, los sobrevivientes que incomodaban al poder, recuperaron su libertad el 17 de agosto de ese año. El doctor Von Kotsch no les cobró un centavo por sus gestiones. Ayudó a Livraga a regresar a su casa, y luego, a exiliarse. Máximo von Kotsch falleció en 1997 y Mimí Arce, su esposa, en el año 2014. Sus hijos Gustavo, Eric y Sandra viven en La Plata. Durante los sucesos, Mimí esperaba a su segundo hijo, Eric von Kotsch, quien hoy mantiene una estrecha relación con Livraga, radicado en San Diego, California. Eric buscó a Livraga luego de la muerte de su padre. A través de cartas y largas visitas, reconstruyen al hombre más importante de sus vidas.

Un año antes, el 16 de setiembre de 1955, el puerto de Ensenada sufrió descargas de cañones y ametralladoras desde los buques de la Armada levantados contra el gobierno del general Perón. El puerto fue defendido por los soldados del Regimiento 7 de Infantería de La Plata, quienes fueron asistidos por vecinos de la zona. Blanca, una mujer que cumplía años ese día, recibió en su casa a los conscriptos Ricardo Bernazza y Mario Ive. Mi papá, como gesto de agradecimiento, la visitó un año después llevándole una caja de bombones.

Veinte años antes, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, más de 50.000 ucranianos con pasaporte polaco llegaron a la Argentina huyendo de las batallas entre el ejército alemán y el soviético. La mayoría se asentó en las provincias de Misiones y Chaco, mientras que un grupo recaló en Berisso, localidad que todavía integraba el distrito de La Plata.

(1) Una primera versión de este relato se publicó en la revista Mestiza, de la Universidad Nacional Arturo Jauretche: Huellas platenses del fusilado que vive.

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