Receta para un postre ucraniano

Un pasaje.
Ocho huevos recogidos por Natasha.
Una taza de azúcar.
Leche recién ordeñada.
Un billete de un dólar en una carta de 1952.
Un pincel de plumas para pintar los nalesnikes con manteca. Uno por uno.
Dos tazas de mañana bien temprano.
Una tía, sus disgustos y sus indicaciones.
Tiempo detenido. Tiempo repetido.
Un fuego lento que derrita la manteca, el dólar, las indicaciones.
Servir con vodka, sin atenuantes.

Un pasaje

1966. El viaje comienza un invierno que apenas recuerdo. Los coquitos de eucaliptus desprendían sus vapores sobre la estufa a kerosene. Mamá llegaba a la hora de ese aroma y yo le arrancaba de la mano el boleto de la línea 14 para ver si el número era capicúa. Luego lo acomodaba en la caja de zapatos donde guardaba fragatas atrapadas en monedas, botones dorados, confites envueltos en tul.

La estufa está cerca de la mesita del teléfono, donde mamá pasa largas horas hablando en ucraniano con la abuela. Su casa en Berisso ya tiene teléfono, 62236. Nosotros somos 56590. El papel amarillento que dice Voronchin está siempre allí, en el cajón que asoma debajo de la carpeta de crochet. Está escrito con letra redonda, la misma que sale de los lápices cuando mamá empuja mi mano sobre el cuaderno de caligrafía. Allí también dice Lena. Ese papel es la única prueba de su existencia.

1972. Mamá discute con la baba sobre el viaje de mi abuelo. La guerra fría ha levantado su muralla y él está decidido a traspasarla. Viajará a Ucrania y a Lena. Mi mamá teje bufandas y medias afiebradas, dispuesta a acabar con todo el frío de Siberia.

(Las bufandas y las medias que tejió Sofía en 1973 quedaron en la aduana. Solo pudieron cruzar la Cortina de Hierro las que mi abuelo se puso en el baño del aeropuerto, unas sobre otras. Cincuenta años después aclaramos el misterio, derribamos el muro).

Ocho huevos recogidos por Natasha

Natasha es hija de Ruslana, la joven que cuida a Lena. Tiene cinco años y la muñeca que acabo de regalarle está en sus brazos. Ella me mira, me huele, soy una tierra extraña. Todo lo que desconoce del mundo está parado frente a ella y soy yo. La leña que crepita en el pitch supura resinas desconocidas. La chiquita me alcanza los huevos que Lena necesita para los nalesnikes. Mientras la tía bate la leche con los huevos, Natasha asoma su nariz y se queda como yo, quieta, aprendiendo lo que siempre será. Las yemas son redondas, pequeñas, casi rojas. Recuerdo el cajón de madera que llegaba del mercadito y los huevos manchados. Yo conozco este naranja chillón mezclándose en espiral.

Natasha ha decidido no despegarse de mí. Me acompaña a cada rincón de la aldea. Unas semanas después, nos despedimos como si yo regresara enseguida, pero no la vi más. Ya debe rondar los diez años y su padre acaba de pegarse un tiro. Quisiera escribirle en el idioma que inventamos junto a la mesa, aquella mañana. Ya no lo recuerdo.

Un billete de un dólar

Mi abuelo sostuvo su teoría hasta el fin de sus días: el dinero es la cosa más bella del mundo. Se puede morder, tocar, pesar, mandar en cartas.

Cuando le escribía a Lena, envolvía cuidadosamente un par de billetes con la carta que acababa de terminar. Era una ceremonia lenta, que repetía cada mes desde que había llegado. Cuando me mostraron el dólar que mi abuelo había escondido en una carta de 1952, recordé su teoría. Nos quedamos en silencio. Ese papel tenía algo de sagrado. Los mercados lo habían olvidado, como olvidaron la guerra y las alucinaciones de los hambrientos. La seguridad de mis mayores rota en mil pedazos, sus países lejos o desaparecidos. El billete era la única prueba de que habían existido. Cuando todos terminamos de recorrerlo, Lena lo regresó a su carta. Era un pobre papel. Antes de perderlo de vista, alcancé a ver la estampilla del sobre. Venía de mi ciudad, que por entonces llevaba el nombre de esa mujer.

Servir con vodka, sin atenuantes.

Habían terminado los días de la cosecha. Los montículos de heno, las canastas colmadas y el fin del verano se celebraban en cada jata. Todos estaban sedientos de alcohol, de la risa que sobreviene. Volviendo a la casa, la risa de Yeñik y Ruslana se podía tocar, pero también se podía romper, y se rompió. Los gritos recordaron todos los reproches. Natasha se aferró a su muñeca. Lena ensayó explicaciones. No necesité traductores. Las abracé a las dos. Sin atenuantes.

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