El polvo de las tizas

Un guardapolvo para leer pizarrones.
Un guardapolvo para escribirlos.

Aprendí a escribir cuando elegí, finalmente, dónde hacerlo. Elegí 1982, el año de la derrota. Y un aula pintada de celeste brillante a prueba de manchas, con rejas en las ventanas que asomaban a un patio, un mástil y una calle de tierra. Me paré frente al pizarrón con una tiza blanca. Escribí mi nombre. Me gustaban las tizas nuevas, enteras, sobre pizarrones negros recién pintados. Quedan pocos. Recuerdo el borrador de franela azul, lo prefería a los borradores de madera que caían estrepitosamente, dejando huellas blancas y rectangulares. De esos borradores tampoco quedan muchos, se están extinguiendo junto con los pizarrones.

En las aulas que recorro los sábados a la mañana sobreviven algunos. Limpio la madera lentamente, como entonces, mientras llega un puñado de estudiantes y se enciende el sonido metálico de las envolturas de caramelo. El cielo de Lanús se desploma por la ventana, se quiebra la tiza con la que escribo y flota ese polvillo seco, sediento, imposible. Me rodea una bruma conocida, girando en espiral. El vértice me señala la hondura del pizarrón, la madriguera del conejo. El aula es ahora aquella más pequeña de la escuela 27, en Berazategui, despidiendo ese olor a sangre y frigorífico.

Soy maestra de ese polvo que cae sobre mí, como la nieve caerá algún día, lluvia de cal cubriendo el guardapolvo y las vacilaciones. Los mejores días escribo con tizas de colores, remarco las letras con pulso de dibujante y los chicos copian ese trazo con la cabeza recostada sobre el brazo. Me pregunto cómo pueden escribir así. De pronto, un avión a chorro traza una línea perfecta e inmóvil. Los chicos se suben sobre las sillas metálicas, trepan a las mesas, porque un avión es un avión y una guerra es una guerra. Escribo mi nombre, el día de la semana, Las Malvinas Son Argentinas. El olor a lápiz y a Cristian hoy tampoco vino, señorita. Me distraigo en la estela del avión a chorro. Imagino ese viaje. Vuelvo a los cuadernos y escribo excelente felicitaciones porque eso lo puedo regalar y lo regalo. Dicto tres puntos suspensivos y se deslizan las lapiceras. Abro el registro y digo Cristian ausente. Nadie habla.

Voy a la sala donde Elena nos vende perfumes y baterías de cocina. Ninguna maestra sabe, ninguna quiere saber. Escribo con mis zapatillas el camino a la casa de Cristian. Me siguen cuatro o cinco chicos con ocho versiones de la novela. Que la mamá se fue cuando tuvo al tercero. Que se llevó sus cosas. Que el papá es un hijo de puta. Que la abuela que es la mamá del papá los odia y los rajó a la mierda. Golpeo mis palmas y escribo buen día y sale la abuela y sospecha y se defiende y se limpia las manos en el delantal también escrito, todo escrito. La maestra ahí parada no es buena señal. Se fueron, me dice, escribe. Una gallina sobre el horno de barro levanta la cabeza como un telescopio atento y calibrado. Ustedes, los guardapolvos, no son de aquí. Se cierra la puerta de alambre tejido. Desandamos el barro, volvemos a la escuela, me invade ese olor a 1982.

Cristian, Lidia y los dos bebés están, en ese momento, en Retiro. Lidia sube sus bolsos y sus dos bebés al tren y arrastra a Cristian del brazo. Él no sabe dónde queda ese lugar llamado Misiones, el tren lo llevará tan lejos que prefiere saltar y quedarse y Lidia grita y el tren arranca. Cristian vuelve a la escuela. Lo veo llegar y buscar su banco. No trae útiles ni guardapolvo, su ropa está tan sucia. Nadie habla, nadie escribe. Qué pasó, Cristian. Nada, señorita. Escribo con las manos una cama tendida en el suelo de casa, escribo ropa prestada, agua caliente para que se bañe y cuente. Cristian cuenta. Escribe.

La escuela se quedó ese día y para siempre sin tizas. Yo también me bajé del tren, porque lo que escribíamos no lo salvaba a Cristian de nada. Esa noche inventé una sopa de papas. Recorrí un camino de liendres, las fui matando una a una en su cabeza y en la mía. La uña apretada contra el cráneo, la pequeña explosión, hay que escribir todo de nuevo, pensé, tengo que inventar las letras, los acentos, los renglones. Nada es como me dijeron.

Nunca más me puse un guardapolvo. Busco el avión de aquella mañana y escribo un trámite. Nos dan tres pasajes gracias a que 1983 no preguntaba todavía sobre menores que volaban sin padres. Con Quique buscamos un barrio en Puerto Iguazú cerca del río. Una hora después, Lidia abraza a Cristian. La sopa de mandioca nos resulta demasiado dulce, pero agradecemos la fiesta.

En el pizarrón de este siglo, escribo mi nombre y el día. Bajo un polvillo conocido se asoma el conejo: me guiña un ojo y me llama a su túnel. Entonces cae la piel y la placenta, escribo Cristian y conozco el mundo.

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