Lisboa

El Conurbano siempre es una fiesta.

A ver, deje que me acuerde. Fue hace cinco o seis años que el portugués volvió a la panadería. El tipo se había venido en el cincuenta y pico, trabajó como ayudante de panadero hasta que se pudo comprar el terreno. Bien ubicado. Sobre el camino General Belgrano, en Gutiérrez. Entonces se pasaba los fines de semana llenando las bases con la señora, que ni bien dejaba de dar la teta a la nena cargaba con los baldes y le daba una mano. Yo recién había abierto el almacén. Con los clientes los mirábamos desde la esquina. Todos hacían algún comentario, o lo tomaban de ejemplo para hablar mal de otros vecinos.

La panadería le quedó alucinante. El chalé de arriba parecía esos que salen en las revistas, las paredes cubiertas de cerámica, los vidrios repartidos, las tejas brillantes. Cuando puso el cartel con luces fosforescentes, la confitería Lisboa ya era famosa. Mire que le estoy hablando de los años setenta, cuando todo se complicó.

El portugués sí que la peleó. No sé cuándo le quedaba tiempo para dormir. La señora en la caja, la piba, ni bien pudo mirar por encima del mostrador, despachando flautitas y mignones. El pibe en el horno, con él. Me pregunto si el infeliz habrá conocido una pelota. Nunca en el potrero con los otros chicos de su edad. Unos vagos, claro, la verdad hay que decirla.

Cuando uno iba, los portugueses se charlaban todo. Ellos no se sentaban a tomar mate a la tarde, tampoco salían de vacaciones ni cerraban los lunes aunque los otros panaderos putearan por lo bajo. Como lo único que hacían era laburar, se hicieron amigos de las clientas. Mientras pesaban el pan o envolvían las facturas, hablaban del tiempo y de los hijos.

Un día, el portugués plantó bandera. Nos dijo que se sentía viejo, que sus hijos tenían que estudiar alguna carrera, y alquiló el boliche. Se lo alquiló a Ochoa, que había sido su empleado por años y le habló de unos negocios con el gobernador. Según él, los servicios de lunch de la casa de gobierno iban a ser de la Lisboa.

Ochoa se trajo a dos o tres más oscuros que la noche y empezó la joda al lado del horno. Usted viera. Meta vino y truco. Después, la negrada se dormía en los canastos de mimbre. Al otro día, atendían a las clientas mojados como merluzas ¡Los tiempos de Ochoa! El tipo hacía un pan riquísimo. Los pibes del arroyo se llevaban bolsas enteras y lo pagaba dios, las medialunas se deshacían de tanta manteca y las tortitas negras tenían una montaña de azúcar. Pero era criollo, qué se va a hacer, las vitrinas se llenaron de mugre y el techo de una tierra pegoteada con grasa. Las lamparitas fueron muriendo y nadie las cambió. Ochoa dijo que iba a ser el mejor y lo fue. A su manera, claro.

El local se vino abajo y el portugués no lo podía ni ver. Vivía encerrado en el chalé y cuando salía se cruzaba de vereda para no mirar, sufría de verdad el hombre. El veneno se le fue metiendo en el cuerpo. Cómo no iba a estar furioso, si él, a las monjitas, les daba facturas viejas y lo demás lo hacía pan rallado o budín. No había desperdiciado una miga jamás, y todo ese esfuerzo para qué, si ahora nadie pagaba. Ochoa le fiaba a medio mundo, el lugar era un miguerío y a ninguno le preocupaba el service de la amasadora. Pensar que cuando estaba el portugués se podía comer en el piso de limpio que lo tenía. Los gringos son así. Pijotean porque viven como si la guerra no hubiese terminado, usan tres veces el mismo fósforo y años la misma alpargata.

Todo el barrio sabía que el portugués odiaba a Ochoa. El último tiempo ni se saludaban. El gringo se enredó en un juicio para sacarlo de la panadería. Lo ganó, claro. Todos lo felicitamos, pero empezamos a extrañar los vigilantes. Los pibes que se llevaban el sobrante, ni le cuento. Le rompieron al viejo más de un vidrio porque los quería conformar con palitos de anís de la semana anterior. «A estos no les falta pan, lo que no tienen es vergüenza», se quejaba.

Ochoa no volvió a aparecer y sentimos su ausencia. Nunca más aquellas pizzas, aquellos bollos. Me gustaba verlo trabajar al gringo otra vez, pero ya no era lo mismo. En fin, cosas del destino. Que la verdad, con quien se ensañó fue con el portugués.

Ochoa no dijo ni mu en su momento, metió violín en bolsa y se fue para el rancho a vivir de las bolas de fraile. Él las hacía de madrugada y el hijo salía a venderlas en la bicicleta, lo único que le había quedado después de pagar el juicio y el arreglo de las máquinas.

Pero la vida da revanchas. ¿Se acuerda de la nena que atendía detrás del mostrador? Bueno, hace un mes se apareció con la noticia. La hija del gringo ya no es la que era: anda arriba de los veinte y largó los estudios hace rato. Estaba noviando con el Ochoíta en secreto. Decía que iba al instituto docente pero lo cierto es que recorría los pastizales del Parque Pereyra subida al caño de la bici. El Ochoíta, claro, le hizo probar dulces de los que no tenía noticias.

No quiso saber nada con hacerse un aborto. La piba quiso fiesta, vestido blanco, torta con cintitas y doscientos invitados. Y aquí me tiene, la verdad es que la invitación me tomó por sorpresa, pero vio cómo es Ochoa que no se olvida de los amigos. Eso sí. Ochoa no se midió en gastos. Usted no es del barrio, ¿no? Pero eligió arrollado para comer. ¿Sabe por qué?, porque lo hizo Ochoa. ¿Ve aquellos bocaditos que no prueba nadie?, los hizo el gringo. ¿Y ve los canapés?, también los hizo él, si ni aceitunas les puso. Pobre viejo, la verdad que no está para festejos. Un nieto compartido con Ochoa es lo peor que pudo pasarle.

En fin. Mejor hablemos de otra cosa. ¿De dónde era usted? ¿De la calle Lisboa me dijo? Ah, no, de la ciudad de Lisboa. Como la panadería, qué casualidad ¿no?

¿Y eso dónde queda?

La Plata, 1994.

En el local de la panadería Lisboa hoy abre sus puertas el supermercado Min Kai. Sus dueños pudieron volver a China el año pasado. Chuan, que vino con sus padres a la Argentina cuando tenía 12 años, se reencontró, 20 años después, con sus abuelos y hermanos. Se emociona al recordarlos. Sabe que las vecinas creen que él apaga las heladeras de noche, por eso agradece esta conversación. Vende una crema para los dolores musculares que hace furor en el barrio. Nos hemos acostumbrado a sus escarbadientes y pomadas, a los dibujos misteriosos en las etiquetas.

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